Del “representante del maligno” al “argentino más importante de la historia”: Milei y la política como ejercicio de adaptación

¿Cómo se pasa de llamar a alguien “representante del maligno en la Tierra” a rendirle honores como “el argentino más importante de la historia”? La respuesta es simple: siendo político.
Forzado por las circunstancias y atento a los vientos de cambio, el presidente Javier Milei dejó atrás la actitud de outsider que lo llevó al poder y abrazó, casi sin rodeos, el manual del pragmatismo que rige la política tradicional. Aquel que suele criticar con vehemencia, pero al que recurre cuando lo amerita el guion del presente.
Ya no importa lo dicho ni el pasado, sino la urgencia del ahora: estar a tono con el momento, decir lo que se espera. No hay otra forma de explicar los vaivenes discursivos de Milei respecto del papa Francisco. En sus tiempos de panelista furioso y tuitero desenfrenado, lo calificaba de “zurdo comunista”, “imbécil”, “personaje nefasto”. Hoy lo despide con honores y lo consagra como el argentino más trascendente de la historia.
Una versión de Milei muy distinta a la que promovía la indignación constante y se permitía, sin matices, atacar incluso a una figura respetada globalmente más allá de credos y fronteras. Ahora, esa misma figura se convierte en objeto de homenaje y respeto, porque la lógica del poder lo exige.
“Le guste a quien le guste, ha sido el argentino más importante de la historia. Era un líder impresionante”, dijo Milei este jueves, en una frase que no oculta del todo cierta falta de entusiasmo personal, pero que se inscribe en el tono que el rol le demanda.
¿Cuál de las dos versiones de Milei es la más auténtica? Posiblemente ambas. Porque lo que esta pirueta discursiva revela es que la política es, muchas veces, el arte de la adaptación. Incluso cuando se hace a costa de la coherencia, incluso cuando se reniega del propio discurso.
A veces, en política, hay que decir lo necesario simplemente para sobrevivir. Los gestos cambian, los énfasis se moderan, y los conceptos, antes rotundos, se ajustan a la ocasión. En ese equilibrio incómodo, se mueve el Milei presidente. El mismo que juró “no negociar con la casta” y que hoy ensaya, sin culpa, su versión más calculada. La del poder que obliga. La del discurso que, para no desentonar, también puede traicionar.